No hay espumoso más alegre, festivo y elegante. El champán es una de las bebidas alcohólicas más consumidas en el mundo. Moët & Chandon, Henri Abelé, Veuve Clicquot, Taittinger, Ruinart y otras marcas de champagne francés dominan este mercado, aunque ninguno de ellos puede atribuirse el mérito de su creación.
Su origen debe rastrearse en la región de Champaña —que da nombre a este espirituoso—, varios siglos después de la llegada de los romanos, introductores del cultivo de la vid en este y otros territorios galos. El vino y su importancia en la liturgia cristiana impulsó a los monjes a desarrollar la vitivinicultura durante la Edad Media, con una dedicación y perfeccionismo que han quedado patentes en la figura de Dom Pérignon.
A Pérignon, monje de la Orden de San Benito, se le atribuye la invención de una forma primitiva de champán. Sus enseñanzas fueron recogidas en el Traite de la cultura des vignes de Champagne. Por la vaguedad de sus instrucciones y la ausencia de fuentes fidedignas, la autoría de Perignon es discutida, y parece más lógica la idea de una creación coral, fruto del esfuerzo de varias generaciones de bodegueros champañeses.
Irónicamente, la natural efervescencia del champán disgustaba a sus creadores, que lo menospreciaban como «vino del diablo» y hacían lo posible por eliminar aquellas burbujas que, en cambio, en la otra orilla del Canal de la Mancha, hacían las delicias de los ingleses.
A imitación de los gustos de Inglaterra, la realeza y alta sociedad de Francia abrazó aquel espumoso «del diablo», para reconvertirlo en un símbolo de poder y glamur.
Hoy existe una fuerte regulación sobre el champán elaborado en la Champaña siguiendo el método tradicional o champenoise. La ‘AOC Champagne’ se estableció durante el primer cuarto del siglo veinte, a fin de proteger a los productores locales.