Dependiendo de su rareza, los materiales o el prestigio del fabricante, el valor de un reloj puede alcanzar cotas impensables, situándose entre los cien y los quinientos euros en la gama media. A los factores tradicionales se suma el auge de los planes de suscripción que acompañan a determinados smartwatches y que afectan, por ejemplo, al precio del reloj dúrcal.
Aunque minoritaria, esta tendencia del reloj como servicio (aaS), por así llamarla, está justificada en relojes cuyas funciones dependen de una centralita, como las diseñadas para el mercado de la teleasistencia y cuidado para mayores.
La marca y su reputación, por otra parte, agregan un valor extra al reloj y encarecen su precio. Este brand equity, como se lo denomina en mercadotecnia, es tangible en el catálogo de Omega, Rolex, Breguet o Patek Philippe. La calidad de sus acabados y la atracción generada por sus figuras asociadas (George Clooney y Omega, por ejemplo) explican también este incremento.
Asimismo, las materas primas repercuten en el precio final del reloj. El oro y el platino no cotizan igual que el titanio o el bronce, metales considerados más «terrenales» en el sector. En unidades vintage, se valoran las adiciones de madera y pedrería o el uso de aleaciones exóticas, como el oro rosa.
En general, cualquier rareza es capaz de agregar ceros a la etiqueta del precio. Así sucede con el reloj «maldito» de Henry Graves Jr. Por su parte, las complicaciones —funciones adicionales— aportan un plus para el comprador y le fuerzan a un mayor desembolso: la función flyback, el movimiento tourbillon, los calendarios perpetuos, etcétera.
La producción artesanal del reloj, en sí misma, puede quintuplicar el precio de este artículo. En una época en que la manufactura es la norma, el desarrollo manual de cualquier bien, relojes incluidos, genera un mayor interés en perfiles de clientes dispuestos a pagar un extra por ello.